MENSAJE DEL SANTO PADRE 27 de setiembre de 2002
La Sagrada Escritura considera la experiencia del viaje como una oportunidad peculiar de conocimiento y sabiduría, puesto que pone a la persona en contacto con pueblos, culturas, costumbres y tierras diversos. En efecto, afirma: «El que ha viajado mucho sabe muchas cosas, y el hombre de experiencia habla inteligentemente. El que no ha sido probado sabe pocas cosas, pero el que ha andado mucho adquiere gran habilidad. Yo he visto muchas cosas en el curso de mis viajes, y sé mucho más de lo que podría expresar» (Sir [Ecli] 34, 9-11). En el Génesis, y luego en la visión renovadora de los Profetas, en la contemplación sapiencial de Job o del autor del libro de la Sabiduría, así como en las experiencias de fe testimoniadas en los Salmos, la belleza de la creación constituye un signo revelador de la grandeza y la bondad de Dios. Jesús, en las parábolas, invita a contemplar la naturaleza circunstante para aprender que la confianza en el Padre celestial debe ser total (cf. Lc 12, 22-28) y la fe constante (cf. Lc 17, 6). La creación ha sido encomendada al hombre para que, cultivándola y conservándola (cf. Gn 2, 15), provea a sus necesidades y se procure el «pan de cada día», don que el mismo Padre celestial destina a todos sus hijos. Es preciso aprender a contemplar la creación con ojos limpios y llenos de asombro. Sucede, por desgracia, que en ocasiones falta el respeto debido a la creación; y cuando, en vez de ser custodios de la naturaleza, nos convertimos en tiranos, ésta, antes o después, se rebela al descuido del hombre (cf. Juan Pablo II, Homilía en el Jubileo de los agricultores, 12 de noviembre de 2000).
Sin embargo, no se puede negar que, por desgracia, la humanidad vive hoy una emergencia ecológica. Cierto tipo de turismo salvaje ha contribuido, y sigue contribuyendo, a ese estrago, entre otras causas, por los establecimientos turísticos construidos sin una planificación que respete el medio ambiente. Como afirmé en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1990, «parece necesario remontarse hasta los orígenes y afrontar en su conjunto la profunda crisis moral, de la que el deterioro ambiental es uno de los aspectos más preocupantes» (n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de diciembre de 1989, p. 11) (1). En efecto, el desequilibro ambiental muestra con evidencia algunas de las consecuencias de las opciones realizadas según intereses particulares, que no responden a las exigencias propias de la dignidad del hombre. A menudo prevalece el afán desenfrenado de acumular riquezas, que impide escuchar el grito alarmante de pobreza de pueblos enteros. En otras palabras, la búsqueda egoísta del propio bienestar lleva a ignorar las legítimas expectativas de las generaciones actuales y de las futuras. La verdad es que, cuando el hombre se aparta de los proyectos de Dios sobre la creación, con mucha frecuencia falla la atención hacia los hermanos y el respeto a la naturaleza.
Así pues, es necesario fomentar formas de turismo más respetuosas del medio ambiente, más moderadas en el uso de los recursos naturales y más solidarias con las culturas locales. Son formas que, como resulta evidente, implican una fuerte motivación ética, basada en la convicción de que el medio ambiente es la casa de todos y que, por consiguiente, los bienes naturales están destinados tanto a las generaciones actuales como a las futuras.
Cualquier intervención en un área del ecosistema no puede por menos de tener en cuenta las consecuencias que de ella derivarían en otras áreas y, más en general, los efectos que tendría sobre el bienestar de las futuras generaciones. El ecoturismo, por lo común, lleva a las personas a lugares, ambientes o regiones donde el equilibrio natural requiere atenciones constantes para no sufrir perjuicio. Por tanto, conviene promover estudios y controles rigurosos encaminados a combinar el respeto a la naturaleza y el derecho del hombre a usar de ella para su desarrollo personal.
El turismo puede ser un instrumento eficaz para formar esta conciencia. Una actitud menos agresiva con respecto al ambiente natural ayudará a descubrir y apreciar mejor los bienes encomendados a la responsabilidad de todos y cada uno. Conocer de cerca la fragilidad de muchos aspectos de la naturaleza dará una mayor conciencia de la urgencia de medidas adecuadas de protección, para poner fin a la explotación imprudente de los recursos naturales. La atención y el respeto a la naturaleza podrán favorecer sentimientos de solidaridad con los hombres y mujeres cuyo ambiente humano es agredido constantemente por la explotación, la pobreza, el hambre o la falta de educación y salud. Corresponde a todos, pero sobre todo a los agentes del sector turístico, actuar de forma que esos objetivos se conviertan en realidades. El creyente encuentra en su fe un impulso eficaz que lo orienta en su relación con el medio ambiente y en su compromiso de conservar su integridad para bien del hombre de hoy y de mañana. Por tanto, me dirijo especialmente a los cristianos, para que aprovechen el turismo también como una ocasión de contemplación y de encuentro con Dios, Creador y Padre de todos, y así se fortalezcan en el servicio a la justicia y a la paz, en fidelidad a Aquel que prometió un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Ap 21, 1). Espero que la celebración de la próxima Jornada Mundial del Turismo ayude a redescubrir los valores que entraña esta experiencia humana de contacto con la creación e impulse a cada uno al respeto del hábitat natural y de las culturas locales. Encomiendo a la intercesión de María, Madre de Cristo, a los que se interesan por este sector específico de la vida humana, invocando sobre todos la bendición de Dios todopoderoso.
Juan Pablo II |